Esta es la zona y totalmente deforestada desde Brasil, Guyana y
Venezuela, esto trae como consecuencia el arrastre de sedimentos y la
perdida de garantía de agua dentro del embalse.
Así que también tenemos problema de retirada de las lluvias que se van a presentar en los próximos años.SABIAS QUE VENEZUELA TIENE:
Así que también tenemos problema de retirada de las lluvias que se van a presentar en los próximos años.SABIAS QUE VENEZUELA TIENE:
1- La reserva de PETRÓLEO certificada más grande del mundo 30 veces superior a la misma Arabia Saudita
2- La segunda reserva de GAS más grande del mundo
3- Se posicionó como segundo país con las reservas de AGUA DULCE más grandes del globo terráqueo
4- este año 2016 se reveló el hallazgo de lo que podría convertirse en La reserva de ORO más grande de la tierra
5-Tiene la reserva de COLTÁN más grande del planeta tierra, mejor conocido como Oro azul o mineral de la muerte cuyo valor podría superar el valor del oro por ser indispensable para el desarrollo de la tecnología y nano tecnología presente y futura.
TODA E$TA RIQUE$A E$ DE TOD@$ L@$ VENEZOLAN@$ NO DE UN GRUPITO O UN REYE$ITO... POR E$TO Y MUCHO MA$....
4- este año 2016 se reveló el hallazgo de lo que podría convertirse en La reserva de ORO más grande de la tierra
5-Tiene la reserva de COLTÁN más grande del planeta tierra, mejor conocido como Oro azul o mineral de la muerte cuyo valor podría superar el valor del oro por ser indispensable para el desarrollo de la tecnología y nano tecnología presente y futura.
TODA E$TA RIQUE$A E$ DE TOD@$ L@$ VENEZOLAN@$ NO DE UN GRUPITO O UN REYE$ITO... POR E$TO Y MUCHO MA$....
La fiebre del oro arrasa la selva
Una red entretejida por mineros,
militares, políticos y civiles alimenta la extracción ilegal de oro y
causa graves daños ambientales en el estado Bolívar, la región donde
convergen las fronteras de Venezuela y Brasil. Este trabajo, publicado
en el suplemento Siete Días del diario El Nacional en mayo de 2010,
acaba de obtener el tercer lugar en el II Concurso Nacional de
Reportajes de Investigación Periodística del Instituto Prensa y Sociedad
de Venezuela.
“Aunque
nacimos sobre oro y diamantes, no podemos mandar a nuestros hijos a las
universidades”. Julio Abreu suelta la frase mirando fijamente el río
Caura. Está sentado bajo un bohío que sirve de merendero a los
pescadores y visitantes del puerto de Maripa, en el estado Bolívar,
adonde llegó en 1999 proveniente de la Gran Sabana. Hace unos meses (en
mayo de 2010), el lugar también era la puerta de entrada y salida de los
mineros que querían probar fortuna en el Alto Caura. Un plan militar de
desalojo de la minería ilegal ha frenado, por los momentos, el tránsito
de personas, víveres y combustible de contrabando que distinguían al
amplio terraplén.
POR: Fabiola Zerpa.
FOTO: RAÚL ROMERO.
Abreu es pemón del sur de Bolívar. Ha sido minero, comerciante y agricultor. A los cincuenta y cuatro años de edad se lamenta de que “la bulla” -el nombre que recibe la inmigración súbita a una mina recién descubierta- haya sido acallada por los militares. “¿Cómo hago ahora si no puedo ir a la mina? Al principio, vivíamos tranquilos, porque la naturaleza era nuestro mundo. Con la llegada de la civilización, su educación y servicios de salud, nos vimos en la necesidad de trabajar en la minería”.
Abreu es una de las quince mil personas que viven alrededor de una economía basada en la minería ilegal en la última cuenca hidrográfica virgen del país. Su valor radica en que en su territorio –cinco por ciento del país- se encuentra diecisiete por ciento de la flora nacional y treinta y dos por ciento de las especies animales registradas.
“Hasta hace poco la cuenca del río Caura era considerada como una de las pocas del mundo con una superficie tan extensa (4.587.000 hectáreas) que aún estaba en condiciones relativamente prístinas”, dice Luis Jiménez, biólogo director de Phynatura, una organización no gubernamental que realiza estudios en el Caura.
La cualidad se ha ido perdiendo, dice, debido a la reciente intervención minera ilegal en las márgenes del río, así como en las cabeceras del Yuruaní, un afluente del Caura.
“Con la finalidad de extraer oro aluvional, talan y deforestan el bosque en dimensiones mayores a tres hectáreas por cada corte. Utilizan motobombas que cortan la tierra a presión y lavan completamente los suelos”. Es un daño que contribuye al calentamiento global y al cambio del régimen de precipitaciones que sustentan la represa del Guri, donde se genera casi setenta por ciento de la electricidad de Venezuela.
Además, los trabajadores utilizan mercurio para separar el oro del material arenoso que viene con la extracción. El metal -llamado azogue por los mineros- y los combustibles de las curiaras también contaminan las aguas del río. Todo esto ocurre a pesar de que la zona cuenta con cinco figuras legales de protección ambiental, la primera de ellas declarada en 1968 y la última en 1991.
Infeliz coincidencia. Especialistas del Caura y habitantes de Maripa, el pueblo más grande cercano al río, coinciden en que “la bulla” en la zona se inició en 2006, cuando un grupo de indígenas ye’kwana regó la voz de que había oro cochano en el río Yuruaní. Antes de eso la minería era actividad complementaria de los campesinos de la zona durante el invierno, señala Alejandro Lanz, director del Centro de Investigaciones Ecológicas de Venezuela. “Iban un mes a buscar oro y regresaban a sus labores”.
Los indígenas ye’kwana y sanema también “lavaban arena”, indica Jiménez. “Pero lo hacían como quien recurre a una caja de ahorros: en casos extremos. Por ejemplo, cuando necesitaban comprar un motor para una curiara”.
“Era muy fácil. En un ratico podía recogerse medio kilo porque el río todavía botaba oro cochano”, dice un ye’kwana que pidió mantener su nombre en reserva. La forma sinuosa de los caños del Caura permite la formación de remolinos de agua. Los lugareños sólo tenían que hacer pozos en las márgenes del río y esperar un rato, para después pescar en el fondo el metal precioso.
Pronto irrumpió la codicia entre los indígenas más transculturizados, afirma Jiménez. Muchos pensaron que sería un fenómeno localizado, como Nalúa Silva, antropóloga de la Universidad Nacional Experimental de Guayana, pero dos hechos registrados en el mismo año complicaron la situación.
“La bulla” coincidió con el desalojo de mineros de La Paragua en 2006. “Era previsible que hubiera un movimiento poblacional hacia el Caura, y así lo alertamos al Ministerio del Ambiente”. Pero no hubo correctivos y lo que nunca había ocurrido, sucedió. “Los mineros que habían sido evacuados del Caroní y La Paragua se mudaron al Caura”. Llegaron entre tres mil y cuatro mil personas”, cuenta Silva.
Ese mismo año, a esta situación se sumó la llegada de guyaneses y brasileños. La actividad de estos últimos fue ilegalizada por el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva, quien entregó títulos de propiedad colectiva a los indígenas de una zona del Roraima, departamento fronterizo con el estado Bolívar.
Otro elemento que fomentó “la bulla” fue el precio del oro, que subía aceleradamente. Entre 2005 y 2010 aumentó de 444 dólares a 1.249 dólares la onza. “Aquí llegué a hacer sesenta ‘gramas’ (gramos) en un mes”, expresa Jonny García, de veintinueve años de edad, en el muelle de Maripa. “Fueron como doce mil bolívares, pero se me fueron rápido”.
“Todo esto confluyó y se produjo una invasión masiva al Caura”, agrega Silva. No hay datos oficiales, pero Carlos Villegas, médico del ambulatorio de Maripa, calcula que cerca de cinco mil mineros estaban en la zona antes del actual desalojo.
En 2008, después de que las vetas que se encontraban en las márgenes del río habían sido explotadas, los mineros se adentraron en el bosque. “Cuando limpiaron todos los pozos, metieron máquinas”, recuerda un lugareño del Alto Caura, que no quiso identificarse. Los “cortes” o espacios de trabajo de la mina alcanzan los mil metros cuadrados de extensión y hasta tres metros de profundidad. No son tan extensos como al oeste y sur de Bolívar, “pero podrían llegar a serlo si no paramos la situación”, alerta Silva.
El Caura no daba diamantes, como sí la cuenca del Caroní y la zona del río Cuchivero. “Quien encuentra uno, se lo lleva y más nunca regresa a la mina, porque valen muchísimo”, indicó Luis Gómez, vecino de Maripa, quien ha trabajado en varias minas del estado.
Red de corrupción. En los pueblos cercanos al Caura, los vecinos, que prefieren no identificarse por miedo a las amenazas, aseguran que los militares apostados en la zona -adscritos a la Guardia Nacional y el Ejército- les quitaban cincuenta gramos de oro semanales a cada “compañía”, nombre que recibe el grupo de cinco personas dueñas de los motores e implementos que operan en una mina. “Al que no pagaba, lo sacaban”.
Se escuchan apellidos y apodos de tenientes, capitanes y generales como los actores de una red de extorsión que se desenvuelve sin cortapisas entre El Playón (puesto militar al margen del Caura), Caicara del Orinoco y Ciudad Bolívar.
La memoria es clave para los militares transgresores, que tienen un lema para “las vacunas”: “Si no te olvidas de mí, yo me olvido de ti”. Otra consigna común es “todo lo que flota paga”. Quien la acata puede movilizar dragas, combustible, motores, mangueras, víveres, herramientas y balsas a lo largo de los ríos Caura y Yuruaní sin mayor dificultad.
También hay señalamientos contra políticos locales, militares retirados y empresarios que alimentan la economía de la extracción ilegal a través de la compra de negocios de víveres, talleres mecánicos o ferreterías que dan servicio a los dueños de los campamentos mineros.
Muchos compran oro a los mineros (a doscientos bolívares el gramo) y lo revenden en Ciudad Bolívar y Puerto Ordaz (hasta en doscientos sesenta bolívares el gramo).
Otra fuente de corrupción es el tráfico de combustible (diesel y gasolina), que está regulado por ser el estado Bolívar una zona fronteriza. Sólo pueden comprar quienes tienen un permiso gubernamental que establece un cupo.
Muchas pequeñas empresas -agropecuarias o comerciales- y cooperativas -como las Zamoranas- venden su cupo (que varía entre diez mil y treinta mil litros al mes) a las “compañías” mineras o a individuos que trafican hacia las minas. Un tambor de gasolina de doscientos litros, que cuesta treinta bolívares en la estación de servicio, lo venden entre doscientos cincuenta y mil bolívares. Algunos pescadores artesanales, como Ramón Mejía, compran un tambor cada tres días a trescientos bolívares. “Este es el problema más grave para nosotros. Si no pagamos ese precio, no podemos trabajar”, dice. Y solicitar un cupo, agrega, es muy engorroso. Una parada en alguna estación de servicio cercana al Caura permite observar a militares custodiando el llenado de tambores de gasolina y transportándolos en vehículos no oficiales.
Selva asediada. A casi cuatrocientos kilómetros al sureste del Alto Caura, cerca del río Icabarú y de la frontera con Brasil, se encuentra el campamento minero de Fariñeros. O lo que queda de él. A inicios de mayo de 2010 el Ejército destruyó las casuchas de madera en las que habitaban cerca de mil quinientas personas, entre ellas familias con infantes y recién nacidos. Para los ecologistas y científicos expertos en la Amazonia, Fariñeros es un espejo de lo que pudiera ocurrir en el Caura si la minería no se detiene a tiempo.
La devastación se extiende a través de nueve hectáreas. La mina, ya abandonada, tiene una profundidad de al menos treinta metros. Los accidentes son usuales, así como las muertes por paludismo y leishmaniasis. “Por allá atrás hay un cementerio”, indica Rogelio Sucre, indígena pemón de veinticinco años de edad, que vive cerca del lugar y lamenta la salida de los mineros: “Podíamos comprarle de todo”. Fueron desalojados por los militares y sus implementos de trabajo retenidos y destruidos, como lo ordena la Ley de Penal del Ambiente.
A media hora en helicóptero está la comunidad de indígenas pemones de Parkupí. Cerca de ciento cincuenta mineros desplazados de las minas se encuentran varados a la espera de transporte, pues el plan militar no preveía evacuación. Eduardo Monteiro, de treinta años de edad, tiene paludismo, algo que para él no es nuevo. Ha padecido la enfermedad veintidós veces. Tenía tres días esperando por una curiara para trasladarse a Santa Elena: “No quieren pasar porque le temen a los militares”.
“Volví a la mina porque la necesidad llama”, afirma. Tiene dos hijos de ocho y cinco años de edad y es técnico medio en zootecnia. Trabajó en Trujillo como piscicultor y en el Ministerio Indígena en Santa Elena. También fue integrante de un consejo comunal. “Ahora no sé qué voy a hacer. Hay mucha política y poca ejecución”.
Moraes Dos Santos, de treinta y nueve años de edad y oriundo de Marañón (Brasil) pide que lo devuelvan a su país. No tiene documentos de identificación y tiene miedo del operativo. “En Brasil nos prohibieron las minas. Por eso vine para acá”. Tenía un año trabajando en Bolívar. “Aquí no estamos construyendo patrimonio. Sólo lográbamos lo justo para sobrevivir”.
Las mujeres también defienden el trabajo en la mina. Unas cocinaban, otras lavaban, algunas excavaban. También había trabajadoras sexuales. Julia González, oriunda de Cali, de nacionalidad venezolana y de cuarenta y cuatro años de edad, defiende a sus compañeros. “Mi familia son los mineros. Nunca me han dejado morir. La vida aquí es dura. Se dice que hacemos mucho dinero, pero no. Deberían ver cómo es de duro trabajar en un corte. Sabemos que lo que hacemos con el ambiente es ilegal. Pero no somos delincuentes”.
Los soldados que participaron en la operación de desalojo no opinan lo mismo: “No tienen conciencia del ambiente. Son unos depredadores y se gastan el dinero en alcohol y sexo”.
Los pequeños mineros son los únicos con rostro, nombre y apellido. Los financistas, que montaron y dirigieron el campamento, así como quienes permitieron el ecocidio desde la institucionalidad, brillan como el oro en Guayana. Pero por su ausencia.
***
La hora de wiyu La zona del Caura vive un choque cultural. A diferencia de otros grupos indígenas de Bolívar, los ye’kwana rechazan la minería ilegal. La razón es que wiyu, la serpiente acuática, está vigilante.
El sistema de creencias de esta etnia se basa en que todos los accidentes geográficos tienen un espíritu guardián. El del río Caura es wiyu, la gran serpiente dueña de todas las riquezas, desde los diamantes hasta las lajas. Si un ye’kwana le quita algún elemento al río o al bosque, debe llegar a un acuerdo con el espíritu de las aguas. Si no, wiyu reacciona enviando enfermedades y muerte, como le ha sucedido a los indígenas que comercian y trabajan en las minas.
“Esa es la gran pugna que se da con ‘la bulla’ minera”, indica Nalúa Silva, antropóloga de la Universidad Nacional Experimental de Guayana que ha estudiado las comunidades de la región durante veinte años. “Hay pequeños grupos de indígenas que al ver a los ‘criollos’ en labores de minería y comercio sin que aparentemente les suceda nada, se rebelan contra los líderes ancianos. Comienzan entonces a cuestionar sus creencias y dejan de temerle a wiyu“.
Los indígenas, con el tiempo, han pasado a integrar la cadena del fenómeno minero, ajeno a las culturas autóctonas de Guayana. “El oro que los españoles venían buscando en la época de la conquista era el de los muisca en Colombia. Los hallazgos arqueológicos que se encuentran en Guayana son la cerámica y las hachas de piedra”, dice Silva.
Ahora ellos son los baquianos de la zona, los que hacen el transporte de los víveres y personal de la minas, y edifican los churuatas. “En todas las sociedades existen transgresores, incluso en las indígenas”, afirma Silva. Pero la mayoría de los habitantes originarios –casi seis mil personas– se mantienen al margen y atribuyen a ese ser espiritual que llaman wiyu la irrupción de enfermedades como el paludismo, la leishmaniasis, esta última desconocida entre ellos hasta hace poco.
La estructura organizativa de los ye’kwana, expresa Silva, es más fuerte que la de los sanema y los hoti (subgrupo de los yanomami), que también habitan en la región. Y por esta razón han podido asumir una posición más combativa frente al problema. De hecho, desde 1993 los indígenas integran el movimiento Kuyujani, que hoy reúne a cincuenta y tres comunidades.
Originalmente, el Kuyujani nació “como un programa de largo plazo que tenía como propósito tratar con el mundo exterior”, señala Nelly Arvelo-Jiménez, antropóloga del Instituto Venezolano de Investigaciones Científicas, en su texto “Kuyujani originario”, publicado por el Banco Mundial.
Arturo Rodríguez, integrante del Kuyujani en Maripa, indicó que celebraron una asamblea con las comunidades para abordar dos puntos básicos. “El primero, propiciar la reflexión entre los indígenas que participaron con los mineros. Y el segundo, mantener la posición de rechazo a la minería en la zona”.
Silva considera que las consecuencias de la explotación son graves. En primer lugar, señala, se debilitan los sistemas de autoridad tradicionales. “En el momento que entran los mineros, los jefes y chamanes son desplazados. Esto genera anarquía, anomia y desintegración social”.
De inmediato, las nuevas actividades rompen con el patrón de asentamiento de bajo impacto, como el conuco, la artesanía y el turismo ecológico. “Entonces los indígenas dejan de autoabastecerse y se hacen dependientes desde el punto de vista económico: lo compran todo”.
“Una situación dolorosa que estamos comenzando a observar es la prostitución entre las niñas y jóvenes indígenas, algo que no ocurría antes”, afirma Silva. También se ha registrado maltrato a los sanema, que tienen una organización social menos centralizada que los ye’kwana. “Es un sistema de patronaje casi esclavista por parte de quienes dirigen la minería. Eso atenta contra los derechos humanos”.
Desde el punto de vista legal hay una vulneración del capítulo VIII de la Constitución, que establece que los indígenas tienen derecho a que se le reconozcan sus tierras ancestrales, su forma de vida y su ambiente.
“Con la minería ilegal también se nos vulneran los derechos ambientales a todos los venezolanos. Tenemos la obligación de conservar los bosques y las aguas para las generaciones futuras, que padecerán aún más los efectos del calentamiento global que vemos hoy en día”.
Alerta sanitaria
El estado Bolívar encabeza la lista de las regiones del país con epidemia de paludismo. La enfermedad que Arnoldo Gabaldón erradicó a través de una campaña nacional de educación y fumigación durante los años cuarenta y cincuenta, aumenta de manera exponencial en la zona, entre otros aspectos por la movilización de la población a las minas.
Hasta el tres de abril se habían registrado 12.717 casos en el país, noventa y dos por ciento de ellos en Bolívar. La situación coloca al estado en una situación de alerta, señala Ricardo Alcalá, contralor de salud regional.
Carlos Villegas, médico del ambulatorio de Maripa, atiende a diez mil habitantes de la zona del Caura. “Con los mineros calculamos que la población llegó a quince mil. Aquí llegan los trabajadores de la minería con leishmaniasis que no se han curado. También deshidratados y con paludismo”.
Al otro extremo del estado, Pedro Clauteaux, médico destacado en Parkupí, en la frontera con Brasil, refiere la misma situación. Tuvo que atender a los mineros enfermos desalojados del campamento Fariñeros.
“En un día diagnostiqué dieciséis casos de paludismo, entre ellos un bebé de cinco meses y un niño de cinco años de edad. Hay individuos que les ha dado más de veinte veces y vuelven a la mina”. Reclama que en estas comunidades indígenas no hay medicamentos suficientes ni médicos itinerantes. La epidemia ha llegado a tal punto que se ha encontrado que la población ha desarrollado resistencia a los medicamentos tradicionales. Desde el 2009 el Ministerio de Salud entró en vigor un nuevo tratamiento.
EPÍLOGO
La bulla continúa
Desde que se publicó el texto en mayo de 2010, varias de las fuentes que viven en la zona y que fueron consultadas para la elaboración del reportaje han sido amenazadas e incluso agredidas físicamente por grupos interesados en el negocio del oro. El efecto directo es que el trabajo de alerta ambiental que venían desarrollando algunas instituciones ha bajado su perfil. A la par, se han reportado más hechos de violencia relacionados con la actividad, y siguen explotando bullas en distintos lugares que suponen que la connivencia entre distintos actores –militares, políticos y económicos- continúa. Así las cosas, Guayana sigue siendo un desafío para el periodismo venezolano.
Fabiola Zerpa es una periodista venezolana de amplia trayectoria en medios impresos. Desde hace unos años se especializa en periodismo de investigación y reportajes especiales, con énfasis en temas ambientales y economía, para el diario El Nacional.