Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin
pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.
Los
padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes
víctimas de las perversidades del
chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos,
estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de
Juan.
Juan
no chistaba y permanecía horas
enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá
adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el
diente roto sin pensar.
-El niño no está bien, Pablo
-decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.
Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.
-Señora
-terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de
mi profesión me impone el deber de declarar a usted...
-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.
-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible
-continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso
fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy
llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo
precoz, un genio tal vez.
En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.
Parientes
y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo
indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el
caso admirable del "niño prodigio", y su fama se aumentó como una bomba
de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había
tenido por
la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por
aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos,
cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena,
Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison... etcétera.
Creció
Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía,
distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente
roto, sin pensar.
Y
con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y
"profundo", y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan.
En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y
conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones,
para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente
roto, sin pensar.
Pasaron
los años, y Juan
Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser
coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió
acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.
Y
doblaron las campanas y fue decretado
un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a
nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del
grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.
FIN
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