Julio Borges, tras agresión: No hay golpe que nos saque del revocatorio y el cambio
9 Junio, 2016
El coordinador nacional de Primero Justicia y jefe
de la bancada opositora, Julio Borges, se pronunció tras ser golpeado a
las afueras del CNE cuando exigía la validación de firmas para el
revocatorio.“No hay golpe que nos saque del camino del revocatorio este año y el cambio. Cada golpe nos fortalece. Esta violencia dirigida por el gobierno demuestra el temor que le tiene a la voluntad del pueblo de buscar un cambio pacífico”, declaró el diputado.
Continuó diciendo que “Venezuela y el mundo tiene claro que Maduro es violencia y el Referendo Revocatorio Presidencial es Cambio y Paz”.
Según una nota de prensa, en el momento de la agresión a Borges y otros diputados “los funcionarios de la Guardia Nacional General Zavarce y Coronel Lugo, no solamente les impidieron el paso a los parlamentarios al ente comicial, sino que los entregaron a empujones a los colectivos violentos quienes le propinaron agresiones y golperaron en el rostro a Julio Borges causando sangrado”.
“Desde Primero Justicia, los integrantes de su junta de Dirección Nacional, rechazan de manera categórica la violencia que promueve el mismo Gobierno, a través de sus grupos organizados solo para amedrentar a quienes piensan distinto”, señala la nota.
De esta forma la tolda amarilla reiteró que “el referendo revocatorio presidencial debe realizarse este año, debido a que es la vía más idónea para salir de la grave crisis en que está sumido el país y así garantizar la paz de Venezuela”.
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En la
mañana del 3 de octubre de 1989, el mayor Moisés Giroldi lideró un
intento de golpe contra el comandante de las Fuerzas de Defensa de
Panamá, el general Manuel Antonio Noriega. El plan no funcionó, y para
el final del día siguiente Giroldi y 10 oficiales más habían sido
ejecutados en la llamada “masacre de Albrook”. El intento de golpe y sus
consecuencias fueron los últimos eventos significativos antes de la invasión estadounidense
y, veinticinco años después, continúan persiguiendo a la sociedad
panameña. Esta es la tercera y última entrega de una serie en las que se
narra lo ocurrido en la comandancia aquel 3 de octubre y lo que esos
eventos –y la subsecuente reacción a la Operación Causa Justa– nos dicen
sobre el Panamá de entonces… y el de ahora. Para leer las entregas
anteriores, hacer clic aquí y aquí.
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En muchas maneras, los primeros días de octubre de 1989 capturan las
esencias del Panamá pre-invasión, liderado por Manuel Antonio Noriega.
Comenzando por el General, era evidente que había perdido, hacía tiempo,
la lealtad y el control de (al menos algunos de) sus propios hombres.
La rebelión de Giroldi era la segunda en menos de dos años, y la
desconfianza y confusión reinante le habían hecho ignorar la poca
información previa que le había llegado al respecto. De hecho, su jefe
de inteligencia, el Coronel Guillermo Wong, lo había convencido de que
no había nada de qué preocuparse. Luego sabría que el mismo Wong, junto a
otros coroneles, planeaban darle un golpe al golpe, aprovechándose de
los esfuerzos de Giroldi para hacerse con el poder. Y eso era apenas la
punta de un iceberg de oficiales y compañías enteras que, durante el
golpe, se habían autosaboteado o, como mínimo, se habían hecho los
locos. Era imposible saber dónde estaban las lealtades de cada uno. Las
FDP se habían convertido en un todos contra todos.
La
compostura y agilidad mental exhibidas por Noriega en las horas que
estuvo prisionero, a su vez, contrastan fuertemente con la incapacidad y
desidia mostradas en cuanto pasó el peligro. El permiso –tácito o no—
para que sus oficiales cometieran la matanza (fraternal) más atroz de
nuestra historia –en un país y un ejército sin tradición de ejecuciones,
que no veía un fusilamiento desde el de Victoriano Lorenzo en mayo de
1903— fue, en el fondo, solo un reflejo de la manera como llevaba a las
FDP, un cuerpo que cada día se asemejaba menos a un ejército serio.
Como círculos concéntricos, a su vez, el general y sus FDP eran meros
reflejos de la sociedad que los había producido. La dictadura militar
había comenzado 21 años antes, pero hacía solo dos, aproximadamente, que
el pueblo panameño venía mostrando un rechazo más o menos mayoritario
hacia los uniformados. El origen de ese repudio era variopinto: había
empezado con las revelaciones –de fraudes electorales, crímenes atroces y
corrupción nauseabunda— hechas por el coronel Roberto Díaz Herrera,
cogido ritmo con la abundante represión en los meses siguientes
–incluyendo el fallido golpe de marzo del 88— y llegado al clímax con la
cancelación de las elecciones de mayo del 89. Panamá, ahora sí, estaba
harta del gobierno militar. Algunos sectores de la sociedad
interpretaron esto como un renacimiento democrático. Incluso Guillermo
Endara, el candidato presidencial opositor en las últimas elecciones,
hacía huelgas de hambre a lo Gandhi.
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Los ideales, sin embargo, son más bonitos (e inofensivos) en los libros
que en la vida real. La historia del Panamá de Noriega –quizá más que
ninguna otra— se entiende no por lo que ocurrió dentro de nuestras
fronteras sino por lo que sucedió fuera de ellas. “Noriega –me dijo él
mismo en 2012— no es una óptica exclusiva y cerrada de la historia de
Panamá sino parte del ajedrez geopolítico”. Así, al párrafo anterior,
habría que agregar que a mediados de 1987 –coincidiendo con el inicio de
la 'ola democrática'– el gobierno estadounidense comenzó a apretarle
las tuercas económicas al país. Y así, sobre Panamá planea la sospecha
de ser el único país en el que las sanciones económicas estadounidenses
han logrado que la población se rebele contra sus gobernantes, algo que
habla volúmenes sobre la sociedad que se hace llamar "panameña".
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Es imposible saber si, a la larga, la presión económica habría tumbado
al régimen militar. Nunca lo sabremos porque el destino de nuestro país
estaba siendo escrito, como lo ha sido casi siempre, en otras latitudes.
Para finales de los 80, la amenaza comunista ya no alcanzaba para
justificar el enorme gasto de las agencias de seguridad estadounidenses.
No por casualidad, el establishment militar y de
inteligencia se vio "rescatado" por el ascenso del narcotráfico como
nueva amenaza en la psiquis estadounidense. Con ese cambio de
prioridades, Noriega perdía todo lo que tenía para ofrecerle a los
estadounidenses –un servicio de inteligencia que, además, estaba cada
vez peor— y, por ende, pasaba de ser un activo intocable de seguridad
nacional a ser percibido como la encarnación del narcotráfico
internacional, el enemigo que serviría de transición hasta que el nuevo
monstruo –el fundamentalismo islámico, financiado desde Washington,
Riyadh e Islamabad— terminara de fraguarse en las montañas de
Afganistán.
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Noriega, irónicamente, sabía mejor que nadie que Washington no tiene
amigos, solo intereses. Y aún así, su lectura de la situación
internacional fue desastrosa. El general entendía –correctamente— que el
único actor con la fuerza suficiente para quitarle el poder era Estados
Unidos. Pero nunca supo ver que el momento en el que Washington
necesitaba más de él que lo contrario había pasado. Su análisis fue tan
errado que, tras lo ocurrido con Giroldi, interpretó que si los
estadounidenses no habían intervenido entonces no lo harían nunca.
En Washington, por otro lado, el affaire
Giroldi les hizo confrontar, por primera vez, que no tenían un plan, ni
siquiera una idea concreta, de qué querían hacer con Noriega. Resueltos
a evitar otro fracaso de imagen –el gobierno de Bush 41 fue muy
criticado por su manejo de la crisis— y convencidos de que no había una
sola unidad de las FDP en la que pudieran confiar, los estadounidenses
aceleraron sus planes para invadir Panamá. El objetivo: la destrucción
total de un ejército panameño que, en la nueva configuración geopolítca,
ya no les era necesario.
La operación, además,
serviría otros propósitos: salvo uno que otro bombardeo aquí y allá, y
una intervención para salvar a Grenada de las garras del comunismo (!)
en 1983, el ejército –y la psiquis— estadounidense no había podido
sacarse de encima el llamado “síndrome de Vietnam”. Esto no solo tenía
que ver con la moral de las tropas, sino con el manejo del elemento que
–creían ellos— les había hecho perder la guerra vietnamita: los medios
de comunicación.
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Estados Unidos, en pocas palabras, necesitaba un entrenamiento militar
de tamaño decente, pero de bajo riesgo, para ensayar ciertas cosas
–desde armas hasta el sistema de pooling para el
manejo de la prensa— de cara al “nuevo orden mundial” que el presidente
Bush prometió cuando ya se vislumbraba la caída del Telón de Acero.
Washington ya no pelearía para contener el comunismo en cualquier rincón
del mundo, sino que se convertiría, a través del fuego purificador de
sus bombas, en el evangelista de la libertad, la democracia, el
capitalismo y el rock n' roll. Entre el intento de
golpe de Giroldi y la caída del Muro de Berlín habían pasado menos de
40 días. Panamá, entonces, lucía como un escenario ideal no solo para
afinar las herramientas el nuevo orden mundial, sino para dejar claro,
con un puñetazo sobre la mesa, quién era el nuevo dueño del planeta.
El Panamá de finales del 89 era, sin embargo, una sociedad confundida, y
muchos panameños malinterpretaron las intenciones estadounidenses.
Noriega no solo se pensaba intocable, sino que mordió todas y cada una
de las carnadas con las que Washington fue armando su casus belli,
para terminar invadiendo en la madrugada del 20 de diciembre. Otros,
por su parte, pensaron que los estadounidenses venían finalmente a
librarnos de la tiranía y a enseñarnos a ser como ellos. Por eso,
recibieron a los soldados con jamón y pavo de Navidad. Por eso bailaron
en las calles mientras caían las bombas, borrachos de ideales, seguros
en sus burbujas socioeconómicas.
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Al otro lado de la ciudad, el Chorrillo, el barrio de la Comandancia,
ardía en llamas –tanto que los periodistas que lo visitaron al día
siguiente lo apodaron “el pequeño Hiroshima”— mientras la maquinaria
bélica más poderosa de la historia descargaba su furia sobre nuestros
civiles. Noriega entendió su error demasiado tarde, y solo pudo huir
mientras sus compatriotas morían. Los que celebraban la invasión nunca
entendieron el suyo. Ni lo han entendido. Para ellos, la “democracia”
panameña es un regalo de Estados Unidos, y vale más que todas y cada una
de las miles de vidas –juntas o por separado— que se cobraron las
bombas del evangelio del Tío Sam. Al final, y se hace más evidente con
cada día que pasa, los únicos que entendieron la invasión por lo que
realmente era fueron los muertos, que ni siquiera nos hemos dignado en
contar y que, como dijo Platón, son los únicos que han visto el
verdadero final de la guerra.
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